LA PANTALETA ROJA
Hace años atrás tuve la oportunidad de conocer a una chiquilla, era hermosa, tierna, sus rasgos eran muy finos, su forma de ser era agradable y educada, parecía haber surgido de un rango intelectual muy elevado o perteneciente a la sangre azul.
Siempre recuerdo, en aquellos tiempos remotos le temíamos a las chicas que eran frágiles y lindas, nuestro temor nacía arraigado por su excelente belleza, pensábamos por esta causa egocéntrica, que podíamos ser rechazados como perros callejeros.
Esta inquietud nos producía cosquillas en la memoria y nos auto marginada inevitable, nos imaginábamos que nos rechazarían al instante, nos sentíamos como plagas cerca de la miel y el mata mosca.
El día que decidí acercarme a su agradable persona, era una tarde de esas que deslumbran por su bulliciosa muchedumbre, la calle estaba inundada de peatones exhaustos, todos en sola mezcla alborotada, entre ellos las damas muy monas que dejaban detrás de sus pasos, distintos aromas de perfumes que envenenaban el ambiente con su mezcolanza.
Sin embargo, al verla precipitadamente perdí la noción del tiempo y mi timidez me encegueció a mansalva, nunca me di cuenta el tiempo preciso que transcurrió en ese instante de embeleso y de lo que acontecía a mi alrededor, de súbito todo se volvió oscuro y en cámara lenta, solamente contemplaba frente a mis ojos, un punto nebuloso que se fugaba sin final de mi memoria perturbada.
Al contemplar sus piernas de ébano blanco, agradables a la vista y exquisitas a la retina encandilada, mi imaginación voló a mil por segundo y como cualquier chico de esa edad, imaginé ver entre su faldilla ajustada un pubis frondoso, cuyo bollo sustancioso y delicado estaba bien resguardado bajo aquel pedacito de tela caliente, de a cuartilla, casi a punto de reventar, eso me ponía la piel de gallina y el corazón me golpeaba con banderolazos volcánicos.
Algo me dijo internamente ¡corre! sin embargo, mis piernas temblorosas no respondieron al grito de terror que blandía mi corazón, ablandado como fréjol en olla de presión y con los latidos carcomidos insidiosamente por ondas desenfrenadas, cuales parecían desparramar turbulenta una catarata en chorros arremolinados. Aquel fragor incendiado, parecía que me iba a reventar la arteria coronaria en millones de partículas enloquecidas.
¡Diablos! murmure casi en un sollozo asfixiante y enmudecido por aquella efigie, efectué dos traspiés casi arrastrando los zapatos y sin darme cuenta tropecé con un maldito hoyo que estaba justo en el centro de la acera, un medidor de agua que carecía de la bendita tapa protectora.
No pude hacer absolutamente ningún tipo de cabriola para salvarme de la tragedia y mi pie se fue derechito al hoyo, dando el gran trastazo y poniendo la torta, inducida por mi desagradable timidez juvenil.
El porrazo fue horrible, fui a parar al quinto infierno y rodé por los mil diablos hasta chocar debajo de su faldita de cuartita...
¡Por Dios! ¡Qué vista! Tenía una "pantaleta" roja, un gigantesco bollo tierno y esponjado y un letrero encerrado en un corazón bordado que decía: Estoy infernalmente roja, rojita.
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