LOS
ENTIERROS
(A
modo de prologo)
Después del fallecimiento de varios de
los Ruices Oduardo en Yaguaraparo y la marcha de sus descendientes de vueltas a
España, surgieron otros colonos atraídos por la fertilidad de las tierras,
surgiendo apellidos como: Gómez, Venturini, Borgo, los Felce y los Ravelo.
Surgieron en la faceta del ambiente
pueblerino, “señores” de la época, compradores y fundadores de grades
extensiones de terrenos, cuyos al enriquecerse emigraban a otros lugares para
disfrutar de sus fortunas.
Como no existían bancos financieros en
aquella época, cuantiosas fortunas en oro (morocotas), plata y otras de cobre,
eran depositadas en baúles de madera de cedro, cazuelas o “tinajones” de
arcilla cocida. Estas riquezas eran guardadas celosamente por sus propietarios,
cuyos a veces la enterraban en un sitio determinado y marcado “por si las mosca”
se extraviaba en la oscuridad de la tierra.
Al fallecer el dueño del tesoro o de
súbito por accidente, enfermedad, asesinado o por otra incidencia, el tesoro oculto
se perdía, quedando al transcurso a expensa de quien lo encontrara primero.
A partir de los años 1950 los entierros
en la población de Yaguaraparo, comenzaron a ser descubiertos en sus
adyacencias, convirtiéndose esta manifestación en una tradición popular,
codiciada y terrorífica.
Para poder tener posesión de un entierro
había que ser designado por el espíritu del difunto que en otrora fue dueño de la fortuna enterrada.
Comentaban que el muerto desandaba en pena y para tener descanso eterno, tenía
que entregarle su tesoro a un elegido, porque el entierro pasaba a ser maldito
si era guardado en las entrañas del suelo.
El difunto se le aparecía en sueños y
visiones al elegido, explicándole con detalles donde estaba el entierro y le
anexaba a sus apariciones constantes, ciertas instrucciones, con la finalidad que
su alma descansara en paz. El elegido quedaba en el deber de efectuarle 30 misas después de haber sacado
la pequeña fortuna. Otra razón para realizar las misas era de acuerdo a la
riqueza en general del entierro.
Si el elegido no cumplía con el
convenio, misteriosamente perdía fácil el dinero y quedaba en la ruina, algunas
veces moría en forma misteriosa y en accidentes dantescos sus amados más
cercanos
Este acontecimiento asombroso y totalmente
real pasó a ser una tradición en el quehacer cultural del pueblo y se extendió
la fama del hecho folclórico en toda la región. Esta manifestación del tesoro,
cual había que sacarlo a media noche, fue dividido en dos maneras: el entierro
maligno y el entierro benigno.
El primero consistía en que tenían que
ir dos o tres a sacar el entierro, convidados por el elegido y donde el muerto
imponía las reglas:
“Vayan
dos y venga uno”
Ó
“vayan tres y vengan dos”
El segundo entierro o el benigno se
constituía generalmente en el de la 30 o más misas.
(Esto
es un relato basado en la vida real)
EL ENTIERRO
MALDITO
Terror a media
noche
Eran las tres de la tarde.
Manuel Sucre lucia su traje dominguero,
calzaba alpargatas suela de cuero y tapaba su brillante calvicie con un
sombrero “pelo de guama”. Después de terciarse entre pecho y espalda las finas
correas del mapire, se ajustó bien el cinturón para luego con parsimonia
introducir en el mapire, un “cuartillo de ron Paují”.
Manuel Sucre sale del bahareque
destartalado por los años, al sentir la fresca brisa en su curtida piel de
campesino, por un momento siente diminutas agujas de luz que irrumpen la
claridad de sus pupilas y casi cegado por el fulgor de la tarde, parpadea
violentamente para despejar de las retina la intensa claridad del sol.
Se acomoda el mapire en la espalda,
terciando la correílla sobre el hombro, sin dejar de tocar repetidamente el
envoltorio en el interior del bolso de tejidos de palmas. Era el “Cuartito de
Ron que había preparado con ácido muriático y mientras palpaba aquella muerte
anunciada, hacía memorias explorando su reciente visione y su ambigua ambición
lo trastocaba, esto le recordaba las palabras que el espíritu del difunto le había
expresado bien claro, “vallan dos y venga uno” con este pensamiento macabro,
macilento aligeró el paso.
Al adentrarse en una de las calles
encintadas con arbustos y hierbas del viejo caserío, allí lo vio, jugueteando con el polvo de la acera, era
inocente aquel muchacho de anguloso rostro y espaldas anchas, el hijo de su compadre,
al que había destinado como ofrenda de sacrificio al espíritu del entierro. Se
acerco paulatino a Melecio, sus ojos brillaron con incandescencias malignas.
-
¡Melecio! ¿En qué estas pensando?
-
¡Don Manuel! lo estaba esperando, aquí está lo que me mandó a comprar.
-¡Haaa!
El litro de Ron, dámelo para echarme un traguito.
El muchacho de gruesas y callosas
manos, extendió la botella, esta al coincidir con la luz solar fulguró como
fuego en la sabana. Don Manuel Sucre se empinó la botella hasta la mitad, ni
siquiera parpadeó, los ojos porcinos se entrecerraron más para mirar con recelo
a Melecio, un salvoconducto a su desgastada pobreza.
-¡Oye! Muchacho, estás preparado, te pagaré
bien tu trabajo. ¿Ya sabes? ¡Es una cosa de misterios! De esas que dan miedo
¡Pero bueno! Yo soy un hombre de bríos y no le temo ni al propio mandinga.
-Eso
lo sé Sr. Yo lo ayudaré en su faena, si usted me paga bien ¡ya sabe! Necesito
esos plata para poder comprar la hacienda a Doña Lucrecia, ella se va ¡sabe! Y
si yo no lo hago, otro lo hará por mí.
-No
te preocupes, solo te pido que no le digas esto a nadie, necesito que me des tu
palabra de hombre, nuestra labor es un secreto.
-Usted
sabe Sr. que yo soy hombre de palabra y honor, cuente conmigo para sacas su
tesoro, ese que usted había heredado de su tatarabuelo Eutanacio Sucre. Quien
usted dice que fue familia del General Antonio José de Sucre.
-Bueno
hijo, toma estos cinco reales y un chelín para que te compres algo de licor, te
espero a las 11 de la noche en la vuelta del ahorcado, más arriba, en Cerro
Blanco, ahí mismito esta lo que desenterraremos de las entrañas de la tierra y
mañana serás dueño de esa hacienda en que tanto sueñas y podrás casarte con la
picara de Rosenda.
-¡Sr.!
-No
digas nada, yo soy hombre de cuentos y caminos, he recorrido mucho mundo. ¡Bueno
ya sabe que hacer!
-Si
Don Manuel.
Don Manuel se aleja entre las calles,
donde transitaban cochinos, perros, burros y gallinas. Marcelino lo vio alejarse,
hasta que fue devorado por la espesura del camino del enmarañado sotobosque.
Son las 11:00 de la noche, se
escucha el chirriar de los grillos y el canto del aguaitacamino, la montaña se
ve tenebrosa, algunos aullidos de perros lastimeros interrumpen a veces el
concierto de la noche.
Marcelino espera agazapado, oculto entre
el follaje del camino, en una de sus manos porta un machete, el cual suelta
chispa de brillante níquel, al incidir el
reflejo lunar en su filo limpio y amolado, en la otra una botella de Ron, con apenas un dedo del tinto liquido rojizo,
el licor era para agarrar brío y valentía en aquella noche espectral que se lo
engullía todo en un santiamén. Un leve sonido de hojarascas secas al ser
pisoteadas lo sobresalta, entrecierra los ojos intentando ver en aquellas
tinieblas diabólicas y distingue algo que se acerca, es apenas un punto rojo
ígneo por donde surge y se escapa un humo azulado, que esfuma con la brisa
helada. Al acercarse aquel ojo quizás producto de su imaginación, pudo
distinguir la larguirucha silueta de Don Manuel Sucre.
-¡Don
Manuel!
-¡Muchacho!
¡Con cuidado! Mira que en estos montes te puede picar una Cascabel o una
Terciopelo.
-No
se preocupe Sr. Yo estoy preparado. Las cuaimas me tienen miedo.
-¡Anja!
-¿Bueno
donde empezamos?
-Tranquilo,
sígueme, es allá en Cerro Blanco, tenemos que caminar una hora, estaremos allá
exactamente a las 12:00 de la noche.
Don Manuel Sucre extrae del mapire
un antiguo mechón y encendiéndole prosiguen el camino. Minutos después que
llegan al sitio indicado por el difunto a Manuel, en el silencio de la oscura
noche, iluminados por el débil fulgor del mechón de kerosén, inician la excavación
con picos y palas. Arduo es el trabajo por la endurecida piel del suelo montañoso,
el sudor corre a raudales y se adhiere a las camisas embadurnadas con el barro
rojizo y legamoso.
-Esto
si esta hondo mi señor ¿No será esto un embuste de parte de su abuelo, perdone
mi entremetimiento?
-¡Caramba
muchacho! Menos palabrería y más trabajo. Yo creo que estamos cerca.
Interrumpen aquel corto dialogo para
seguir hiriendo debilitados, aquellas tierras malditas. Una brisa fría y húmeda
se llevó el eco de la sonoridad escabrosa del pico y la pala, apagando levemente
la llama amarillezca de la lámpara de fabricación domestica.
Hombres
y paisajes se fundían con la triste luz de la farola, en la distancia algunos
cantos de gallos pronosticaba el final de aquella noche y los ladridos de los
perros exaltaban la premonición de la muerte.
-¡Aquí,
aquí Don Manuel, aquí está!
-¿Donde
que no veo nada?
Don Manuel se restriega los ojos y
con la punta de la camisa se limpia bruscamente el sudor de la frente, perturbado
ve el lumínico brillo del oro atrapado en el fondo de un triste tinajón,
deteriorado por el tiempo. La alegría lo invade, toma el oro en sus manos y
limpia las monedas sobre la piel del pantalón humedecido, las muerde, las besa,
las lanza hacia arriba como envuelto por una locura demencial y abrazando
eufórico al muchacho le susurra suavemente al oído.
-¡Muchacho
esto hay que celebrarlo!
Hala el mapire que se localiza al lado
de aquella bóveda de tierra y extrae un “Cuartito de Ron”, lo destapa
suavemente y echa un poco sobre la madre tierra, olvidándose por la emoción de
la codicia y aquel oro que lo encandilaba, olvidase que aquella bebida estaba envenenada
por el mismo, echando un poco del aquel
licor sobre la tierra exclama bullanguero:
-¡Este
es para el difunto!
Y al culminar su empobrecido
agradecimiento se escancia hasta la mitad el líquido rojizo.
-¡Toma
muchacho, brinda conmigo!
Marcelino toma deprisa aquella
bebida demoníaca en su manos, cuando decide tomarla se detiene de súbito y
queda congelado al observar que Manuel Sucre desorbita sus ojos, abre la boca
de par en par por donde salía un humo azulado y grita espantosamente.
Manuel Sucre siente unos latigazos
enfurecidos en el estomago y de repente se acuerda del ácido muriático que
había mezclado con aquella bebida infernal.
¡Ayúdame
muchacho, me estoy muriendo! Fueron sus últimas palabras antes de caer
pesadamente en el mismo hueco que cavo con sus propias manos.
Marcelino arroja la bebida entre el
follaje y tomando todo el tesoro huye despavorido, devorado por la espesura
oscurecida.
Una ráfaga mortal se abatió en la
alameda y el alma de Manuel Sucre se escapó como viento hacia el vació, la
muerte se lo llevaba sin retorno al mismo infierno, donde lo esperaba con ansia
el amo de las tinieblas.
Eliad Jhosué Villarroel
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